El silencio del cuerpo
Si abro la ventana y miro arriba, puedo ver un trocito de
cielo. Suficiente para no sentirme encerrada.
Me gusta estar aquí, en medio de un silencio gris, amable, limpio solo
en pequeños destellos. Mi cuerpo manda y él no quiere moverse.
Necesita estar quieto, no enfrentarse con él mismo, no
generar dolor, recomponerse en esas partes donde mi mirada no llega. El cuerpo
es pura magia: se rompe, se abre, se corta, se cose, se mutila y él se cierra,
con paciencia de oso, se recompone, se vuelve a construir con lo que tiene, con
lo que le han dejado y continúa. Pura cabezonería vital: la vida prevalece,
pensará él en su universo de células, tejidos blandos y huesos innombrables.
Escuché decir a una científica en una entrevista, que el
silencio de la Antártida era inenarrable, completamente distinto a ninguna
sensación que ella hubiese experimentado antes. A mí se me ocurre que, extasiada
por ese milagro blanco de la naturaleza, no cayó en la cuenta de que el
silencio de un mundo tan descomunal es solo comparable al silencio de algo tan
minúsculo como un cuerpo.
Si agudizas el oído y consigues acallar el enorme ruido
exterior: la cantinela sin sentido de los que no tienen nada que decir pero no paran
de hablar, el bullicio, el alboroto, la gresca constante, el barullo de
desigualdad, el jaleo de improperios y falsedades, la algarabía de mentiras y
manipulaciones. Si logras eso, escucha, porque el cuerpo calla solo con matices.
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