Recuperar la voz



Me ha asustado darme cuenta de que ya no me despierto por las mañanas preguntándome si esto que está ocurriendo es cierto o es parte de mis pesadillas nocturnas. 

Cuando todo empezó, me envolví en el silencio. Las personas que me conocen saben que, tratándose de mí, es una auténtica rareza pero, lo que no consiga una pandemia mundial… 

En realidad, llevo “encerrada” en mi silencio desde entonces -de ahí mi última entrada en el blog: Shshshshshshshshs, silencio- y hasta ahora, y este “ahora” no sé cuándo será. 

Ante el temor de terminar hablando únicamente con esa voz que da vueltas en mi interior… me siento a escribir, un ejercicio de cordura, si me permiten tomarme la libertad. Quienes escribimos, pensamos escribiendo y nos manifestamos escribiendo, guardar silencio es… mantener la página en blanco.

Hace un par de días que pienso en recuperar mi voz, lo que, ineludiblemente, en la sociedad que tenemos significa… volver a las redes, volver a publicar... aunque igual se queda en un paseo de ida y vuelta, manteniendo las distancias y saludando desde lejos con un gesto, esos a los que nos hemos ido acostumbrando últimamente. 



Hacía semanas que seguía la situación de China y de Italia, aunque se acercara estaba lejos, muy lejos: un insólito mundo de restricciones. Pero llegó, y la reacción colectiva, nada más empezar el estado de alarma, me dejó callada y en posición de observadora pasiva.

Enseguida las redes se llenaron de propuestas culturales y de entretenimiento -no son lo  mismo-, enseguida tantas y tantos quisieron aportar algo de su arte, de su conocimiento, trocitos de sus vidas privadas y, supongo que víctimas de una resiliencia aprendida y consumida cual paquete de pañuelos de papel; empezaron las consigas de aprovechar el tiempo: ordenar armarios, limpiar, revisitar la biblioteca de casa. Mil ofertas gratuitas de formación, cultura y entretenimiento, vídeos de terapeutas deseosos de ayudar, entrenamientos online, diarios del confinamiento por doquier… y así, de golpe, decidimos ser una sociedad que se “reinventaba” en lo que, estoy convencida, todes pensábamos que iba a ser un fin de semana largo, un par de semanas tal vez, ¿quizá un mes?

Probablemente no me crean cuando les diga que la observación que hacía estaba lejos de toda crítica, están en su derecho, pero me costaba hacerme una opinión, solo era testigo de lo que les cuento, de cómo se desenvolvía este mundo nuestro en una situación más propia de una peli mala de mediodía, un domingo cualquiera. Espectadora sorprendida, asombrada, diría que hasta desconcertada por momentos.


He de confesar que andaba yo, antes de empezar esta era de seres confinados, meditando sobre la lectura de El entusiasmo: precariedad y trabajo creativo en la era digital, de Remedios Zafra (como sabe mi amiga Nieves, a la que volví loca hasta que lo leyó, recomiendo encarecidamente este libro) que me había terminado apenas unos días antes. O sea que me encontraba, desde que empecé su lectura, sumida en nuevas reflexiones sobre la promoción en redes y fuera de ellas, sobre el trabajo creativo, sobre la precariedad de la cultura y el arte, sobre la tiranía del “mostrarte”, sobre el hecho de  “pagar” con visibilidad, con likes, con seguidores, con relleno en tu cv

Hacía tanto que le daba vueltas al tema, que cuando llegué a este libro -gracias Daniel-, se convirtió en uno de los encuentros más felices que he tenido con una pensadora: alguien que pone en orden los mil pensamientos desordenados de mi cabeza sobre un tema. Lo mismo me ocurrió cuando llegué a la obra de Laura Freixas, hace años, ahora que lo pienso. Apunten este nombre también.

Si una pandemia mundial que obliga al confinamiento te pilla en plena maduración de la lectura de un título como este… pues igual entras en ella de una forma distinta a cómo lo hubieses hecho si no hubieses tenido ocasión de leerlo. Eso nunca lo sabré. Aunque estoy por pensar que no, que cada cual ha entrado como venía… que vivimos el confinamiento -como todas las cosas importantes y no tan importantes de nuestra vida- como somos, como nos vamos construyendo y deconstruyendo, o sea, lo que queda después de leer, de pensar, de vivir… eso somos y así vamos por la vida.

Me disculpo con quién me ha pedido alguna colaboración en redes por no haber aceptado. 

Lo siento, simplemente quería -y no tengo claro que deje de quererlo-, salir de la vida de las pantallas, no mostrar, no hacer, no compartir públicamente, quería espacio para la reflexión y el silencio. Y eso busqué. 

Solo el cumpleaños de Benito Pérez Galdós me sacó, por 27 segundos, de mi estado de observadora.


Todo ese mundo de publicar videos de recetas, propuestas de lectura, conciertos, manualidades, encuentros virtuales… para que pudieras tener una larga lista con la que contestarte cada noche a la insidiosa pregunta: ¿qué he hecho hoy?  Todo, todo llegó hasta mí como un ruido sordo, infinito y abrumador. Y simplemente, bajé el volumen.


Yo confieso…

No vayan a creer que he pasado el confinamiento sin mirar pantallas ni cotillear redes sociales. No vayan a creer que yo no he sido de esas personas que empezaron con el ánimo de “dar algo”, de aportar al mundo algo de mi persona y de mis capacidades, no crean que no escribí frases ingeniosas y envié mensajes positivos para animar al mundo confinado… sí, lo hice. Pero ante la desazón que me producía hacerlo, seguí reflexionando. Algo no estaba yendo bien en mi interior cuando respondía a esos destellos de luz azul. 

No vayan a creer que no he hablado con nadie en este tiempo y que he dejado de ver a las personas queridas a través de videollamadas; que vivo sola y aislada y que he bajado la palanca para que el ruido al que me refiero no me molestara. No.


Entré en casa el 12 de marzo, después de un largo día de asuntos personales y de mi jornada laboral. Y, hasta que llegó la libertad condicional de una hora al día para pasear, no salí más allá de los contenedores de basura de mi calle. 

Vivo en pareja, y he de decir que el divorcio no ha planeado por estos lares en este encierro. Según las estadísticas de China tras el confinamiento, con un disparo de divorcios sin precedentes, hemos pasado la prueba de fuego. Otra.

Para las personas creativas el confinamiento es un estado natural. Entiéndaseme: vivimos siempre con el anhelo de tener tiempo para estar en casa, en el estudio, trabajando, para poder entregarte a un proyecto día tras día y no a empujones, a ratos robados. Así que sin tener en cuenta la terrible causa que nos encerraba en casa, podríamos pensar que íbamos a estar encantadxs. 

Sin embargo, la realidad se impone allí donde estés y el mantra de esta sociedad nuestra “no me da el tiempo” se cuela en cualquier situación, también en pleno encierro. 

Y así llegó la pesadilla del teletrabajo: las primeras semanas era imposible controlar el horario y la dedicación. Demasiado nuevo para manejarlo con cordura. Inevitable sentir que se comía todo mi tiempo, que no había horarios, que no ibas a él sino que él venía a ti y lo ocupaba todo, de una forma grosera y desagradable, porque todo lo que le dabas nunca parecía ser suficiente.  




Y lo que suponía un auténtico drama: se había producido la profanación de mi espacio sagrado, el estudio, el lugar donde solo creaba para alimentar mi pasión y no para cobrar la nómina. Dos mundos que siempre he hecho un gran esfuerzo por mantener separados se entremezclaban como el yin y el yan. Y aunque hace tiempo que se me resquebraja bastante la frontera, la intromisión en mi casa, me resultó agotadora. 

También llegó la impotencia de no poder atender, como había hecho hasta entonces, cuestiones personales delicadas, que requerían de mi presencia fuera de casa. Impotencia y culpa, dos sensaciones que han cohabitado con nosotrxs en esta pandemia. Ahora somos familia numerosa. 

Y sí, durante algunas jornadas, terminaba el día publicando una frase en tono humorístico y cotilleando en las redes sociales. Sí, decidí dar algo de mí, elaborar algo para compartir… pero lo hice solo en mi círculo familiar, porque había decidido que era esa la única forma geométrica que debía alimentar emocionalmente. 

Sí, yo también empecé un diario del confinamiento: Diario absurdo de un confinamiento lo titulé. Absurdo porque lo hice a partir del día 25 y porque poco tiene de ser diario. No, nunca me pareció que lo absurdo fuera el confinamiento… soy de las pocas personas de este país que no está titulada en pandemias y crisis mundiales, disculpen mi ignorancia. Lo absurdo era el hecho en sí mismo de escribir como si estuviera en una isla desierta y fuera a mandar el mensaje en una botella, pero cualquier excusa para garabatear me vale, así que lo hice y punto.

Y sí, el teléfono se convirtió en la ventana a ese mundo que no podíamos pisar: desde ahí atendía lo que no podía atender presencialmente, era una extensión de mi cuerpo que me acompañaba allá donde estuviese. Incluso me lo llevaba al estudio, lugar prohibido hasta entonces. La concentración necesaria para el trabajo intelectual y las comunicaciones no son buenas compañeras, pero lo que ha unido el confinamiento…


No, no me puse a escribir como una loca, no. No tengo un título que publicar después del estado de alarma. Me quedé pensando, callada y metida en “mis bosques particulares” -que solo ls más cercanos identificarán- haciendo poso.  No descarto que estuviera en plena deconstrucción, una deconstrucción no identificada como tal, no entonces.  

Todo se ordena, hasta el caos. El teletrabajo se convierte en rutina y se van imponiendo nuevas costumbres que permiten la convivencia entre el dichoso ordenador y yo. Y volví al papel, porque me pareció una sana forma de marcar distancias, de obligarme a la concentración. Papel y pasión, ordenador y teletrabajo.

El fin de semana es ese espacio que hay entre la última vez que enciendo el ordenador y la primera, que anuncia la llegada del lunes.

El mundo por el que se transita se hace pequeño, muy pequeño y cuestiones de todo tipo se resuelven solas: ya no hay que decidir dónde quedar a cenar con las amistades, ni encontrar el tiempo para visitar a tu madre, tu padre, tu suegra; ya no hay que pensar, ni sentirte incómoda por ese compromiso al que no te apetece ir, ¿olvidaste comprar las entradas?, ¿buscas tú el alojamiento y yo los billetes?… todo se simplifica. 



Mundo simplificado

Actividades esenciales, una de las expresiones que se han hecho frecuentes, parte de un glosario del confinamiento que vamos asumiendo con más o menos acierto. 

Llegó la esencialidad a nuestras vidas, como si antes, con tanto adorno y alharaca capitalista no hubiese tenido su espacio para ser reflexionada. La teoría se hizo práctica… a nivel doméstico hemos ido aprendiendo que se puede vivir con menos de lo que vivíamos, que nuestros armarios, estanterías y cajones abarrotados no nos llenaban el vacío que la “nueva normalidad” iba agujereando en nuestro interior. 

Y esa condición tan propia del ser humano, se hizo más evidente que nunca: la contradicción. ¿Quién no está hasta las narices de las videollamadas? ¿quién no se ha ido acostumbrado a relacionarse con ciertas personas a distancia? ¿quién no se alegra de no tener que enfrentarse a…?  ¿y de no tener que ver a…? (que cada cual complete)

Hemos vivido en un barco, en alta mar, los pequeños amarres para salir a pasear nos han mantenido cerca de la costa. Habrá quien esté deseando volver a terrazas, cenas en grupo, ir de compras, teatros… y habrá a quien le cueste bajar a tierra. Yo he dejado de tomar biodramina... me gusta este vaivén.


Los ojos llenos de lágrimas

Sí, he llorado: cuando me llega un vídeo de tropecientos músicxs y cantantes colaborando, cada cual desde su casa, se me humedecen los ojos. Cuando escucho 999 veces los distintos himnos de la lista de Hit Cuarentena, me emociono… a la vez número mil ya me puede más el coraje que la lágrima, también es verdad. 

Cuando acompañan los vídeos con imágenes de lugares conocidos completamente vacíos de la presencia humana… se me saltan las lágrimas. 

Algunas noches, al apagar la luz, al pensar lo que me dolía no poder dar un abrazo a mi círculo sagrado, rompía a llorar… pensando que no podría acostumbrarme a estar sin elles. 

Pero llegó otro tipo de dolor… el dolor infinito de ver una naturaleza exultante, especies recuperando un espacio que les habíamos robado, cielos libres de contaminación, los canales de Venecia llenos de vida y no de basura. Un dolor lleno de conciencia, de la conciencia de pertenecer a la especie que daña, que ensucia, que empobrece. 

La conciencia de ver que el mundo natural está mejor sin nosotrxs… qué pena más grande, que agujero en el alma al comprobar que somos incapaces de ser parte de la solución, de convivir sin destruir.

He sufrido el desgarro de ser testigo de los intentos de sacar rédito político y/o económico a esta situación: bulos, insultos, intereses… Peleas absurdas por ser los primeros en… ¿en qué? ¿No hemos aprendido nada sobre la prisa? Qué triste pertenecer a una especie que no aprende… ¿qué íbamos a aprender qué? ¿qué íbamos a salir mejores? 

Sin duda alguna, somos la especie con mayor capacidad de adaptación, y de destrucción física, moral y espiritual, también.


                                                               Continuará... o no.



















  

Comentarios

  1. Me encanta este no-diario de sensaciones, me siento reflejada en muchas de tus opiniones. Enhorabuena amiga!

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    1. Gracias. Me alegro de que te haya gustado. Cuántas emociones estas semanas!!

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  2. Una lectura llena de verdad. Yo también he llorado contigo. Gracias por contarlo con tanta sensibilidad y desgarro. Un abrazo.

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    1. Gracias. Al final te hice caso...escribe. No es un libro peeeero 😉😘😘

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  3. Tengo que decir que me siento muy identificada con tus fases, pero yo soy de las que se muere por saltar ya del barco!!! Espero con ganas la continuación de este no diario 🥰

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  4. Eli, me siento identificada con la mayor parte de tu discurso, me encanta encontrar que alguien se toma la molestia de darle forma a mi ebullición de pensamientos. Genial. Un beso.

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